Hoy ha amanecido muy nublado y sigue haciendo un frío bastante acorde con las fechas en las que estamos.
Pero es este frío, el que me trae a la memoria, diversas situaciones con él vinculadas. Porque para ser sincera, he de reconocer, que a mí el frío no me gusta. Mi termostato funciona con otros parámetros, y en estas épocas lo paso mal, creo que ya lo he contado alguna vez. Por eso, admiro profundamente a todas aquellas personas que o bien por afán de superación o porque las circunstancias los fuerzan a ello, se ven obligados a soportarlo. Y vienen a mi mente, exploradores como Scott, oficial de la Marina Real Británica, que entre otras proezas, lideró dos expediciones a la Antártida: Una, la Discovery (1901-1904) y otra a Terranova (1910-1913) que le costó la vida. Puestos a saber que había ocurrido, y a partir de lo que se descubriría ocho meses más tarde, se dedujo que Scott murió el 29 de marzo de 1912, un día después de escribir sus últimas notas. Además, estudiando las posturas de los cuerpos encontrados en la tienda de campaña, parece ser que Scott fue el último de los tres en fallecer. ¡Ay que ver que resistencia tenía el hombre! Pero los intrépidos no escarmientan, es más, creo que suscitan adeptos. De tal modo, que Amundsen, un noruego nacido en 1872, que era hijo de un propietario de barcos, pero sin "carrera", se enroló como marinero en una travesía al Ártico (el caso era aprender, curtirse, vamos). Siguió haciendo varios viajes similares con recorridos muy largos y hasta que fue promocionado a segundo oficial. Más tarde se especializó también, a base de no escatimar sus esfuerzos y penalidades como esquiador en ambientes muy extremos. De este modo, acabó dirigiendo la expedición a la Antártida que por primera vez alcanzó el Polo Sur y siendo también el primero que atravesó el Paso del Noroeste, que unía el Atlántico con el Pacífico. Además, tomó parte en la primera expedición aérea que sobrevoló el Polo Norte. Pero, tampoco éste acabo bien, ya que Amundsen desapareció el 18 de junio de 1928, mientras volaba con un avión llevando a cabo una operación de rescate en el Ártico. Y es que estas hazañas, suelen acarrear riesgos y en muchas ocasiones se llega pagar un precio demasiado caro, lo sabemos por muchos alpinistas que nos han dejado (bueno, depende de quien opine, los hay que me han asegurado que el reto a emprender les compensaba de una posible muerte en su intento, doy mi palabra...). Pero si de rigores hablamos, tampoco podemos olvidarnos por ejemplo, de la tristemente famosa batalla de Teruel, que alcanzo temperaturas similares a las de la tan renombrada de Stalingrado. O simplemente acordarnos del frío que pasaban nuestros ancestros (que no todos descendemos de casa rica), o el que hasta hace bien poco, se ha vivido en muchos de nuestros entornos. Aunque tampoco hay que retrotraerse demasiado, nuestro paradójico mundo, hace convivir locales con puertas abiertas de par en par, exhibiendo un claro deroche de energía calorífica, mientras cerca, malviven familias y seres en soledad con una deficiencia energética, que entre eso y y otras carencias, los mata lentamente. En fin, que para buscar ejemplos, no hace falta irse a paises lejanos o a otros en situaciones bélicas...
Pero también, existen bastantes autores, que han utilizado el invierno, y siguen haciéndolo, como telón de fondo para crear atmósferas adversas, hasta el extremo de que estas llegan a convertirse en funestas y en las que van desarrollando las historias para sus personajes. Por ejemplo, Carlos Sisí, en su novela “Vienen cuando hace frío”, escribe: “Para su sorpresa, (el personaje) pronto descubre que Sulphur Creek se vacía durante los duros meses de invierno. Con cualquier excusa, los lugareños abandonan el pueblo temporalmente. Un hecho curioso, que Joe atribuye a las extremas temperaturas, pero que parece adquirir otro significado cuando uno de sus vecinos le advierte: “No pase aquí el invierno. Ellos vienen. Vienen cuando hace frío”. Sin embargo, creo que esta percepción, (puedo equivocarme) proviene de un cierto imaginario mitológico que tenemos del frío, ya que, sobre todo nosotros que somos mediterráneos, lo asociamos a contextos inhóspitos y que nos ha sido trasmitido a través de cuentos, historias, leyendas etc... .
Y pienso también, que junto a esto, existe también otra perspectiva que yo me atrevería a vincular con la belleza y la quietud ¿Hay algo más hermoso que la contemplación de un copo de nieve? ¿Puede concebirse un contexto más idílico que el de poder llevar a cabo una lectura en invierno cerca de una chimenea, mientras se ve caer la nieve a través de una ventana? ¿Y compartir un café o una tranquila copa en similares circunstancias con alguien apreciado...? Al menos a mí me resulta idílico.
Y es que, pienso, que todo depende de nuestra percepción y el sentimiento que ésta nos genere. Incluso a través de las artes, podemos encontrar a quienes lo justifican. Por ejemplo, leí hace algún tiempo que el gran pintor Caspar David Friedrich (1774-1840), hizo la siguiente reflexión a un compañero suyo que estaba bastante agobiado por las normas académicas de la academia: «Cierra tus ojos para poder ver tu cuadro primero con tu alma. Luego, da luz a lo que veías en la oscuridad para que ejerza su efecto en otros desde fuera hacia dentro». Es hermoso ¿No?
Pero si hay algo, que no puedo olvidar cuando bajan las temperaturas, la nieve cubre las montañas, y el hielo hace que los conductores preparen las cadenas para las ruedas de sus coches, es esta famosa frase que aparece en la novela “Cien Años de Soledad”, de García Marquez:
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
Acompaño el texto de un pequeño poema de Jaime Sabines.
“Quiero hablar sobre el frío:
el frío es bueno para tomar café,
para acostarse,
para hacer el amor,
para que nos digan “tienes las manos frías”,
para fumar y para no salir del cuarto.”

"After
Breakfast" (Después del desayuno) de Elin Danielson-Gambogi (1900)