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El cambista y su mujer de Marinus van Reymerswale |
MEDITACIÓN EN EL UMBRAL
No, no es la solución
tirarse bajo un tren como
la Ana de Tolstoy
ni apurar el arsénico de
Madame Bovary
ni aguardar en los páramos
de Ávila la visita
del ángel con venablo
antes de liarse el manto a
la cabeza
y comenzar a actuar.
Ni concluir las leyes
geométricas, contando
las vigas de la celda de
castigo
como lo hizo Sor Juana. No
es la solución
escribir, mientras llegan
las visitas,
en la sala de estar de la
familia Austen
ni encerrarse en el ático
de alguna residencia de la
Nueva Inglaterra
y soñar, con la Biblia de
los Dickinson,
debajo de una almohada de
soltera.
Debe haber otro modo que no
se llame
Safoni Mesalina ni María
Egipciaca
ni Magdalena ni Clemencia
Isaura.
Otro modo de ser humano y
libre.
Otro modo de ser.
Rosario Castellanos
La
mujer que escribe no deja de sorprenderse. Le encanta la convivencia de tú a tú
con el sexo puesto, por lo que tiende a rechazar ese prurito que de vez en cuando
se le escapa a algún homo sapiens poco evolucionado de esos que todavía pueblan
nuestro entorno. El rebote la lleva a pensar si todavía, el susodicho, no forma parte, de ese eslabón perdido sobre el que tanto se investiga.
Han
pasado algunos días y todavía anda mosqueada. Paso a centrar el hecho.
Unas
cuantas parejas se encuentran en un velador del centro de la ciudad. La que
suscribe, se encuentra muy bien situada entre un chico joven que está junto a
su novia y su propia pareja. En el otro lado del velador, casualmente ha
coincidido la parte femenina del grupo. El imbécil, se dirige a mí y me indica
que debo situarme con ellas para hablar de “trapitos”. Hago como que no he oído
nada. Insiste, y a la tercera vez me coloca una silla y prácticamente me obliga
a levantarme y situarme entre ellas. Lo hago, sobre todo para no montar un
escándalo de muy señor mío y porque no tengo nada contra ellas, son viejas
conocidas.
No
termina allí la fiesta. Amenaza tormenta, nos dispersamos. Camino por delante, hablando con alguien. Una amiga comenta que he vuelto a adelgazar y le contesto que no, que
al contrario, que mi trasero se ha ensanchado por estar más tiempo sentada. El
sujeto aprovecha y suelta una grosería sobre mi culo. De nuevo me reprimo. A
dios pongo por testigo de que es la última vez (ya que por supuesto no es la
primera).
La
próxima, que la habrá, se le van a caer los palos del sombrajo. Lo dejaré con la boca cerrada durante
una buena temporada. Cuando nadie te saca las castañas del fuego, te
acostumbras a ser tú misma la que tiene que poner al personal en su sitio.
Todo
esto forma parte de ese machismo asquerosamente larvado con el que tenemos que
lidiar cada día. Una forma de ver la vida, que a la vista de la nula reacción
por parte de los demás, se acepta de facto. No sé si me duele más su actitud, o el silencio cómplice y grosero del resto.
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Adán y Eva de Lucas Cranach el Viejo |
Insisto.
Mi rebote no tiene límite. Yo, que me siento compañera y amiga de los hombres, me
indigno ante la postura de estos pobres desgraciados que todavía no han
conseguido entender el mundo en el que viven. De todos modos, así les va.
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