No todo tiempo pasado fue
mejor.
Aun así, los lugares abandonados parecerían indicar lo contrario.
Con el deterioro, el abandono y la destrucción,
Con el deterioro, el abandono y la destrucción,
la memoria idealiza el brillo
y el oropel que muchos de esos sitios nunca tuvieron,
exagerando los lujos y el bienestar
que disfrutó la gente mientras vivía en ellos.
y el oropel que muchos de esos sitios nunca tuvieron,
exagerando los lujos y el bienestar
que disfrutó la gente mientras vivía en ellos.
Los criterios de
análisis se alteran
y sobrevaloramos las cosas por
el solo hecho de que ya no están.
y sobrevaloramos las cosas por
el solo hecho de que ya no están.
El recuerdo nostálgico es el responsable de tal operación
y, frente a las ruinas de «lo que ya no es»
(o «dejó de ser»),
y, frente a las ruinas de «lo que ya no es»
(o «dejó de ser»),
la antigua realidad adopta
características que nunca tuvo.
El contraste con aquel pasado,
considerado como una
considerado como una
“Edad de
Oro”,
explota cuando se observan viejas fotos
explota cuando se observan viejas fotos
y los restos de la juventud se
materializan en
las estáticas imágenes de las placas.
Felicidades congeladas.
Cotidianeidad eternizada por una máquina fotográfica.
Caminar entre pueblos
abandonados, suele sumergirme en un laberinto de emociones, que a menudo alcanzan a derivar en refractarias o incluso antagónicas entre sí.
Recuerdo la sensación de
tristeza, que me produjo, hace ya muchos años, visitar uno de éstos pueblos de la
Sierra de Guara. Al entrar en la escuela, tirados, y cubiertos por el polvo,
todavía aparecían tendidos sobre el suelo, cuadernos, libros y por supuestos
los pupitres e incluso algún mapa. También habían dejado tiradas algunas cartillas
de racionamiento, como si en esa marabunta, que se produce, al pasar página de
forma violenta y renegada, alguien hubiese querido mezclar, para dejarlos juntos, agavillados, los recuerdos de los más sórdidos momentos. Confieso que me llevé una.
Más adelante, he ido conociendo
otros caseríos, pero ya completamente desvalijados. Siempre que me veo en tal situación, me aborda un sentimiento, que no es
otro, sino el de perpetuar sobre mi conciencia, el hecho de que, al llevarme yo aquella cartilla, de alguna
manera, también estaba contribuyendo al pillaje y la devastación.
Suelo verlos cuando el tiempo acompaña, pero por mucho sol que brille, nada puede evitar que una
gran sensación de vacío, de soledad y de desamparo, me atrape ante esas casas y calles que
un día estuvieron llenas de vida.
En ocasiones, todavía puede
apreciarse, que en algunas de ellas, sus dueños, perseveran en el intento de que no
terminen de caerse. Se nota, como de vez en cuando dan una vuelta, renuevan la
cadena y el candado, le colocan alguna uralita al tejado…
Por el pirineo, si el acceso es
decente, las hay incluso, que hasta hace poco tiempo casi eran una ruina, y sin embargo, recientemente están comenzando a ser restauradas.
Pero hay lugares apartados, menores,
en donde seguramente nunca volverán a escucharse ya, los ecos de lo que, en
otro tiempo, fueron voces cotidianas. Están prácticamente derruidos y
comidos por la maleza.
A mí, cada vez que intento
penetrar en ellos, se me desbordan las ideas y llegan a convertírseme en quimeras. Veo esas rejas de balcón, que
se sostienen haciendo, malabarismos en el aire, y los imagino llenos de geranios y con algún
gato sesteando.
Tras lo que queda de la
estructura de una ventana que en ocasiones, no es, sino únicamente el dintel, veo
a alguna abuela tocada con pañuelo y toquilla tras los cristales, en un día de
intenso frío.
Y en esas pequeñas plazoletas, casi veo hablar
a las mujeres, al atardecer de los meses de verano, cada una con la silla traída
de su casa, mientras los hombres se fumaban esos eternos cigarros de petiquera,
a la par, que arreglaban su pequeño universo sentados en bancales de piedra.
O en los lavaderos, ¡Cuantas
habladurías, cuantas estratagemas en torno a no se qué noviazgos y cuantos
bulos de embarazos…! Pero también, que buen lugar, para llorar a escondidas a
los muertos y para compartir secretos que llegaban de lejos.
Pero lo que más pena me da son
las casas y sus silencios. Y en ocasiones pienso que algunos de los que marcharon
no lo hicieron del todo, y que desde lo más sombrío de lo que todavía se
conserva en pie, nos ven. Intrusos, atajo de rateros, pensarán, ahora llegáis…
a contemplar la ruina de este pueblo… que hasta los llamadores de las puertas,
los herrajes y las placas del sagrado corazón nos las habéis robao.
Y sin embargo sigo visitando
estos lugares, quizás porque en su silencio se mezclan mi inquietud y mi nostalgia,
y me despido de ellos, cada vez que inicio el retorno a la civilización, con el
ruego, no sé muy bien a quién, de que en cuanto pueda, regresare a visitarlos.
Las fotografías son de la autora y pertenecen a núcleos despoblados del Pirineo Aragonés |
Los lugares abandonados
destilan un “anhelo del pasado”,
un sordo sufrimiento por algo que se tenía
y que ahora ya no se posee ni controla.
Los sitios abandonados encarnan
al pasado convertido en paisaje.
Materializan el desgastante paso del tiempo,
y sus secuelas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario