Grafiti de Banksy |
CIUDADES TRANQUILAS
Abrió los ojos de golpe, como una de esas muñecas
antiguas de cartón piedra cuando les giras el cuerpo. Lo primero que sintió es
que tenía las manos y los tobillos amarrados a la cama. Inmediatamente volvió a
caer en un profundo sueño.
Cuando volvió a despertarse no daba crédito. ¿Era
él? ¿Qué hacía allí? ¿Quién y por qué lo había inmovilizado y metido en esa
cama? ¿Él en de un hospital? La habitación estaba en penumbra, con la persiana
casi baja. Gritó. Al poco tiempo entró una enfermera. Le repitió las preguntas
que anteriormente se había hecho a sí mismo. Ella, amable, pero bastante parca,
le indicó que enseguida entraría a verlo el doctor de guardia.
Pasó un tiempo que a él le parecieron horas. De
repente, la puerta de la habitación se abrió y entró una muchacha joven, con
bata. Le informó que era la Dra. Diana Miravall, y que estaba de guardia. Él le
formulo otra vez las mismas cuestiones. ¿No
recuerda usted nada? A que
te refieres, contestó él. A
lo que le ha pasado, algo de lo que hacía antes de llegar aquí… Yo lo único que
sé es que iba por la calle, había cenado y como hacía buena noche, salí a darme
un paseo. Vi una ambulancia y noté un fuerte pinchazo. Eso es todo. Pero vamos a ver, dijo ella,
¿exactamente, que hacía usted allí? Pues eso, pasear. Ah! Y hablar por el móvil
con un amigo.
Pena de muerte de David Alfaro Siqueiros |
Veinticuatro horas le costó aclararlo todo, que sumadas a las que le habían mantenido sedado, vinieron a convertirse en cuarenta y ocho malditas horas que no olvidaría en su vida.
Vivía en una pequeña ciudad de provincias. Era un funcionario mileurista y efectivamente, tras la cena salió sin rumbo fijo. Llevaba un teléfono manos libres. En un momento dado, se paró mientras, seguía hablando y gesticulando, hasta que una setentona cotilla lo vio, y rápidamente, llamó a la Policía Local diciendo, que debajo de su casa había un loco peligroso. Les dio toda suerte de pistas para que pudiesen localizarlo. La policía pasó directamente el encargo al servicio de emergencias. Cuando llegaron, lo observaron unos instantes y sin pensárselo dos veces, tomaron una jeringuilla desechable con un potente sedante, se acercaron por detrás y se lo inyectaron en el brazo. ¡Si es que se endrogan! ¡Claro, como ahora se les deja hacer de todo…! gritaba la buena señora desde su balcón.
Para solucionar el entuerto, la policía tuvo que comprobar las llamadas del móvil del infortunado, hablaron con el jefe de sección del Departamento en el que trabajaba, y por supuesto en el hospital, comprobaron su historial médico. En fin, una delicia. Y es que, eso, es lo que tiene de bueno vivir en las ciudades pequeñas, que se vive muy tranquilo, que todo el mundo se conoce, y que en cuanto algo resulta discordante, los temas se resuelven con gran agilidad.
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